Lectura

enero 13, 2011

Después de muchos meses sin leer algo de extensión mayor a pocos folios, llevo una temporada en la que devoro con avidez cuantos libros caen en mis manos. Así, sin mucho orden y gracias a la generosidad de mi hermana y algunas adquisiciones, creo que han caído unos cuantos desde que me dio este ataque, en septiembre.

Entre limones, La brújula dorada, El tiempo entre costuras, el séptimo Harry Potter (por segunda vez), Contra el viento del norte, Sushi para principiantes, Maldito karma, El amor en los tiempos del cólera (¡otra vez!), Come, reza, ama, La mano de Fátima y El tiempo mientras tanto. Vale, no es que todos ellos sean joyas de la literatura pero ¡no puedo parar! Y se admiten sugerencias porque acabo de terminar el que me trajeron los reyes y mucho me temo que voy a lanzarme sobre los laterales de la caja de cereales o sobre el envase de champú…

Miguel Goicoechea. El cuento. 1925

El autor de la fotografía es uno de los menos conocidos de eso que se ha dado en llamar tardopictorialismo español. Fue un experto en procesos pigmentarios, como el de las tintas grasas, que luego evolucionó hacia las imágenes «más documentales». Sin embargo, estas primeras obras tienen el encanto de lo artesanal, de lo hecho con paciencia, sin prisas.

Su archivo no está catalogado del todo y seguramente hemos visto sólo un poco de los cientos de copias pigmentarias o posteriores que debe guardar. Se sabe más de él gracias a la Tesis Doctoral de Celia Martín Larumbe, el libro de Carlos Cánovas, los boletines de las asociaciones con las que colaboró y las revistas fotográficas de mediados del siglo pasado.

Siempre que veo estas imágenes me dan ganas de tocarlas. Aunque sé que no será así, creo que me mancharía las manos…

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